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Mercado grande. Crónica 41. Una Atenas gótica, eso es Ávila

41. Crónica 41 Pío Baroja (1872-1956) llegó a Ávila en una fría y lluviosa mañana de 1901 en un tren que tomó en la estación del Norte de Madrid. Al pasar por el Mercado Grande le llama la atención la iglesia románica de San Pedro y la puerta del Alcázar, los monumentos valedores de la plaza que atraviesa.


Se detiene y contempla “el arco de la muralla, antigua entrada de la ciudad. La puerta rompe el muro, airosa, artística en su esquemática sencillez. Dos formidables torreones, unidos por un arco volado, la flanquean” con severa grandeza de toscas torres, plantadas como campeones guerreros que defienden la entrada.

Corría el año 1907, cuando durante el verano se instaló en Ávila el novelista y periodista nacido en La Habana Alberto Insúa (1883-1963). En aquel entonces preparaba el tríptico titulado “Historia de un escéptico”, y la primera novela escrita fue “En tierra de Santos”, donde se descubre el alma del Mercado Grande, sobre el que Galdós escribió “Eso es Ávila”. Por su parte, los personajes de Insúa mantienen entretenidos comentarios sobre la plaza que sirven para ilustrar al lector:

“Pasando por otra de las grandes puertas de la muralla, don Alfredo y Bermúdez habían llegado a la plaza del Alcázar. Don Alfredo miró los dos torreones y la robusta torre del homenaje, almenada en su altura y en el matacán que la circunda. Desde aquel punto se veía parte del valle Amblés, con sus montes azules recortándose en el horizonte. En el fondo de la plaza jugaban varios niños en torno a la estatua de Santa Teresa, y dos mujeres enlutadas salían de una iglesia de hermoso ventanal románico. Bajo las acacias del paseo había grupos de hombres y mujeres del pueblo. Algunos soldados iban de un lado a otro. Unas muchachas llegaban de la fuente con sus cántaros sobre las caderas. Por los soportales discurrían varios sacerdotes y militares, y de cuando en cuando unas señoras entraban en alguna tienda o salían de ella agitando sus abanicos… En la plaza del Alcázar o Mercado Grande era la hora del paseo. Las luces eléctricas amarilleaban de trecho en trecho. El obelisco y la estatua de Santa Teresa permanecían en la penumbra, y los torreones y el arco de la puerta del Alcázar se erigían sobre las copas de los árboles y se marcaban austeramente en el cielo”.

            El viajero León Roch (seudónimo de Federico Pérez Mateos) captó en 1912 unas interesantes impresiones de Ávila en su recorrido por la ciudad, “tan austera y adusta, honestamente recogida entre sus fuertes murallas, inmutable y eterna, como si sobre ella no hubiera pasado el tropel de los siglos”. En la ciudad que refleja León Roch destaca la limpieza de las calles y el aspecto cuidado y coquetón de sus remozadas casitas, por ello, a su llegada a la plaza del Mercado Grande se ve sorprendido por el “irritante pegote” que ofrece el “caserón destartalado” adosado al cubo del arco del Alcázar. Igualmente, Roch se fija en teatro y cinematógrafo de la calle Estrada el “Coliseo Abulense”, y se asombra de la estampa de los burros que tomaban la ciudad cargados de mercaderías y cántaros de leche: “se agrupan confundidos los fuertes y sesudos asnos… No se escucha un rebuzno; ni siquiera los asnos jóvenes se permiten una indiscreta insinuación con las burritas gentiles”. En ese día de mercado se ven campesinos vestidos de negro, de graves rostros; asnos cargados de cazuelas, pucheros y gallinas, ofreciéndose un destacable contraste entre el carácter propio de la ciudad y la incipiente aparición de la vida moderna.

            También hacia 1912 llegó a la ciudad el pintor José Gutiérrez Solana (1886-1945), año en el que pintó una sangrante escena de la semana santa abulense. En su relato, el viajero, que es Solana, pasa “por la plaza del Alcázar, toda rodeada de las murallas… A la puerta hay grandes carros y galeras llenos de cofres y talegas. También hay varias tiendas de vidrieros, tintorerías y alguna confitería; en un gran armario, a la entrada, se ven las colinetas y pasteles. Al lado, una sastrería”. Es viernes y hay mercado en la plaza. Se ven bueyes, mulas y otros ganados; viejos labradores, mujeres con cestas al brazo, pastores con medias azules y perneras de piel de oveja, y pobres pidiendo comida entre los feriantes; sacos de legumbres, patata y frutas, pellejos de vino y barriles de pescado. Son éstas impresiones que recogerá después en su libro “La España Negra”, el mismo título tenebroso que ya había dado el también pintor Darío de Regoyos (1857-1913) al libro de su viaje de 1888, fecha en la que pintó dos vistosas acuarelas del Mercado Grande en día de mercado, aunque en el texto describía la puerta del Alcázar como “siniestros calabozos inquisitoriales. 

            En un viaje cultural y de estudios del año 1916, llegó a Ávila Federico García Lorca (1898-1936), que por entonces destacaba como un joven músico de 18 años. La ciudad monumental le pareció a Lorca la edad media levantada del suelo, y qué asombro le produjo el colorido de los trajes de hombres y mujeres que son el tipismo del campo, los cuales llenaban la ciudad para honrar a Santa Teresa en su fiesta, según carta a sus padres que escribió el 19 de octubre de 1916.

Siguiendo las palabras de Azorín (1873-1967), pronunciadas en 1924 con motivo de su ingreso en la Real Academia, diremos que Ávila es una Atenas gótica que señorea los graneros, las eras y los mercados de toda Castilla. Y toda la espaciosidad de una plaza –la del Mercado Grande-, en la que sólo se ven un caballero con sombrero de copa y una dama con miriñaque y una sombrilla, es la representación de Ávila en las viejas estampas. Azorín había leído el libro de Quadrado de 1865, donde se insertan las estampas de Ávila dibujadas por Parcerisa, y también había consultado la guía de Valeriano Garcés de 1863, y bien pudo decir: “Ávila es, entre todas las ciudades españolas, la más siglo XVI”.

Jesús Mª Sanchidrián Gallego

(Foto: Plaza del Mercado Grande, estereoscópica Alberto Martín, h. 1912)

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